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SOBERANISMO E IMPUNIDAD

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El Mundo, el día 19 de noviembre de 1999.


Una vez más, nos hallamos ante un hecho que trasciende a sus límites geográficos y a su significado inmediato. Un hecho que es leído por muchos con una determinada óptica -la del pasado- pero que, en términos históricos, debería ser leído bajo otra perspectiva: la del futuro.

Tras varios años de ingente acumulación de denuncias y testimonios, el magistrado-juez del Juzgado Central nº 5 de la Audiencia Nacional ha dictado auto de procesamiento y orden internacional de busca y captura contra 98 jefes militares argentinos, fuertemente implicados -por razón de los cargos que ocuparon y de las contundentes denuncias de que fueron objeto- en los excesos criminales perpetrados por la dictadura de las Juntas Militares a partir del golpe de Estado de 1976.

Como era de prever, las reacciones a esta medida no se han hecho esperar. "Los tribunales españoles no son competentes para conocer estos hechos", repite el fiscal general del Estado, contradiciendo una vez más la unánime resolución emitida hace un año por los once magistrados de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. "Crimen contra la humanidad, sí, pero no delito de genocidio, terrorismo o tortura", afirma el fiscal de la misma Audiencia Nacional, en su recurso contra el citado auto del juez. "Esta actuación judicial producirá nuevas dificultades en nuestras relaciones con Argentina", comenta preocupado el ministro de Exteriores. "Se trata de cosa juzgada", sentencia algún avispado comentarista mediático. "Esos delitos ya fueron amnistiados", proclaman otros "expertos" en algunas tertu­lias radiofónicas, confundiendo aparatosamente indulto con amnistía. "El asunto quedó zanjado con la Ley de Punto Final", añaden, demostrando idéntico desconocimiento de lo que fue aquella ley. "Nuevo intento de intromisión colonial en nuestra soberanía jurisdiccional", clama el presidente argentino saliente. "Resolución no operativa en nuestro país", precisa con mayor pruden­cia el presidente entrante. "Insolente atentado contra la soberanía argentina", ruge el viejo general jefe del III Cuerpo de Ejército (uno de los 98 ahora procesados), autor de la quema solemne -"en defensa del alma argentina", según proclamó entonces- de grandes pilas de libros (desde Proust y Freud hasta Neruda, Vargas Llosa y García Márquez, pasando por Saint-Exupéry) el día 30 de abril de 1976 en el patio de su cuartel general en La Calera (Córdoba), y sobre el que pesa la responsabilidad de muy graves violaciones de derechos humanos perpetrados durante su mando en dicha unidad.

Respecto a la objeción de "cosa juzgada",  señalemos, para quien no lo sepa o lo haya olvidado, que de los 8960 casos documentados y atestiguados ante la Conadep (Comisión Nacional de Desaparición de Personas), el fiscal de la Cámara Federal de Buenos Aires desarrolló su acusación tomando solamente 711 casos, única forma de que el juicio contra los nueve miembros de las tres primeras Juntas Militares durase varios meses, y no una larga serie de años. Esos 711 casos, con sus delitos correspondientes, bastaron para obtener dos sentencias de prisión perpetua y otras condenas de diferente cuantía. En otro juicio, otros dos generales que fueron jefes de la Policía de Buenos Aires fueron también condenados a largas penas de prisión. Pero eso fue todo. La abrumadora mayoría de los casos y de los delitos quedaron sin juzgar.

Respecto a la ley de "punto final", recordemos que fue promulgada a finales de 1986, estableciendo un plazo de 60 días para sustanciar todas las denuncias por violación de derechos humanos cometidas por la pasada dictadura.  La fecha límite de ese breve plazo -finales de febrero de 1987- constituyó el famoso "punto final", tras el cual no pudo formularse ninguna denuncia más. Limitación cronológica, por tanto, que se tradujo en otra limitación numérica de las denuncias presentadas, quedando miles de delitos sin denunciar. La posterior ley de "obediencia debida" (junio 87) supuso otra limitación de mucha mayor magnitud. Y los posteriores indultos -que no amnistías- del presidente Menem (1989 y 1990) hicieron el resto para redondear la impunidad.

Las dos leyes citadas de 1986 y 1987, aparte de haber sido derogadas por el propio Parlamento Argentino en 1998, han sido rechazadas tanto por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA como por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que las han declarado incompatibles con diversos Tratados Internacionales ratificados por Argentina.

Pero volviendo al aquí y ahora, todos los pronunciamientos arriba citados, contrarios al procesamiento de "los 98", resultan lógicos a la luz de la vieja óptica soberanista, firmemente basada en unos conceptos concretos de "soberanía jurisdiccional", "territorialidad judicial", "no injerencia en asuntos internos", etcétera. Pero recordemos que estos mismos principios, aplicados bajo esta óptica precisamente, han propiciado toda clase de atrocidades cometidas por no pocos Estados dentro de su ámbito nacional. Porque esta lógica "soberanista" -que sitúa la soberanía propia por encima de toda otra consideración, incluida la justicia-, en el mejor de los casos ignora u olvida -y en el peor de los casos ni ignora ni olvida, sino que mantiene y conserva a plena conciencia por intereses inconfesables- una penosa realidad, siniestra pero, a estas alturas, demasiado evidente. Realidad que puede resumirse así: el concepto de soberanía jurisdiccional, territorialidad estricta y no injerencia, defendido a ultranza -y aplicado a un área tan sensible como los derechos humanos- no significa otra cosa que defender el derecho soberano de cada Estado a perpetrar dentro de sus fronteras los más execrables crímenes, garantizando su absoluta impunidad. Impunidad asegurada por la doble vía bien conocida, compuesta por estos dos blindajes: para el frente interno, autoamnistía (en cualquiera de sus formas posibles) como cobertura judicial de asesinos y torturadores; y para el frente externo, principio de "no injerencia en los asuntos internos" de cada país.

Nos hallamos, pues, ante un concepto de soberanía no sólo predilecto de los grandes represores y genocidas, sino también de aquéllos que, sin serlo, no desean indisponerse demasiado con los dictadores pasados ni cerrar totalmente el paso a los futuros. Pero, al mismo tiempo, se trata de un concepto soberanista incompatible con el respeto a los derechos humanos planteados desde una perspectiva mínimamente universal, y que los pone en serio peligro, haciéndolos sumamente vulnerables dentro del recinto cerrado de cada país. Se trata, de hecho, de una forma de "soberanismo" que podría ser definida ajustadamente como "ese oscuro pero efectivo derecho soberano del Estado a violar masivamente los derechos humanos dentro de las fronteras propias, rechazando patrióticamente toda malvada injerencia del exterior", concepto que -por añadidura- ahora se nos presenta, desvergonzadamente, como un derecho tan soberano, tan sagrado y tan intocable que salta por encima de los Tratados Internacionales previamente ratificados y de aquellos principios universales que separan, en definitiva, la civilización de la barbarie criminal. Esta sacralización abusiva de la soberanía nacional -conducente directamente a la impunidad- es, en el fondo, el concepto defendido por todas esas voces que acabamos de recordar, y que en estos días se prodigan con persistencia digna de mejor causa, de mayor modernidad y de más elevada altura moral.

Frente a esta vieja óptica, heredada del pasado, pero todavía tan viva en el presente, las acciones judiciales españolas de los últimos tres años contra las dictaduras del Cono Sur -tanto el caso Pinochet como el procesamiento múltiple que hoy nos ocupa en particular- se inscriben en otra óptica cronológica -la del futuro-; en otro ámbito de justicia -la universal-; en otro concepto jurisdiccional -la extraterritorialidad-; y, sobre todo, en otra línea moral: el rechazo de esa lacra -la impunidad sistemática de los grandes criminales- hasta hoy asumida con un fatalismo y una inercia que han favorecido objetivamente la comisión de numerosos crímenes contra la humanidad.

También dentro de este nuevo concepto del derecho internacional, de la soberanía y de los derechos humanos se sitúa de lleno la ya citada y magistral resolución unánime del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de 4-11-1998, que, tras estudiar los hechos denunciados y los acontecimientos judiciales subsiguientes (hechos, juicios, leyes e indultos) emitió su ya célebre auto, del que cabe señalar sus tres puntos decisivos. Primero: los militares argentinos incurrieron en delito de genocidio, de terrorismo y de tortura. Segundo: no cabe alegar el impedimento de "cosa juzgada". Y tercero: se ratifica la jurisdicción española para el conocimiento de los delitos imputados.

Dentro de cincuenta o cien años, los tratados de derecho internacional de cualquier país incluirán, como notables hitos históricos, aquella inolvidable resolución, junto con el procesamiento y captura de Pinochet en Londres, así como el procesamiento de los 98 principales imputados en los horrores de la dictadura militar argentina. Y ello con toda independencia de cuál pueda ser, en tales casos, su respectivo desenlace final. Como también incluirán, por cierto, la posición que -contra estos avances históricos- mantuvieron determinados fiscales aferrados a la vieja concepción, oponiéndose con todas sus fuerzas a las nuevas formas de justicia internacional que el siglo XXI, incluso desde antes de su alumbramiento, nos está reclamando ya.


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