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CONVICTOS, CONFESOS Y ENTUSIASTAS

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia (Barcelona), el día 2 de abril de 2001.


Los militares argentinos que protagonizaron los crímenes de la dictadura iniciada con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, cuyo luctuoso 25º aniversario se conmemoraba hace escasas fechas, presentan una curiosa y sorprendente particularidad que les distingue de sus colegas latinoamericanos, cuya posición más habitual consiste en evadir su responsabilidad. No es ésta, en absoluto, la posición de los represores militares argentinos. Estos no sólo confiesan lo que hicieron y ordenaron, sino que lo proclaman con entusiasmo, proporcionándonos al mismo tiempo datos decisivos sobre sus convicciones filosóficas y morales, en las que se apoyan con todo descaro para justificar su actuación.

Una de las frases más emblemáticas de la represión argentina correspondió al general Manuel Ibérico Saint-Jean: “Primero mataremos a los subversivos, luego a sus cómplices, y después a sus simpatizantes; finalmente, a los indiferentes y a los tibios.”  Esta frase, reproducida a ambos lados del Atlántico en mayo de 1977 por The Guardian en Londres y por el International Herald Tribune en Nueva York, se convirtió –pese a su carácter chulesco y de imposible cumplimiento- en una especie de marca de referencia sobre la catadura moral de aquella dictadura y de los militares que la dirigían.

A su vez, el general Acdel Vilas escribió en su libro de memorias: "Hubo que olvidar por un instante las enseñanzas del Colegio Militar y las leyes de la guerra convencional, donde los formalismos (el honor y la ética) son las partes esenciales de la vida castrense, para consustanciarse con este nuevo tipo de lucha." (El paréntesis, de suma importancia, pertenece al texto original).

En otras palabras: para este general el honor y la ética no son otra cosa que "los formalismos" de la vida castrense, que pueden y deben ser absolutamente arrinconados para poder afrontar "este nuevo tipo de lucha". Por consiguiente, hubo que olvidar “por un instante” las enseñanzas éticas de su Colegio Militar. Sólo que ese instante se prolongó los diez meses de la represión dirigida por dicho general en la provincia de Tucumán en 1975, y posteriormente en todo el territorio nacional, durante siete años y medio, bajo la dictadura de la Juntas Militares, iniciada con el golpe de marzo de 1976.

Por su parte, el general Santiago Omar Riveros declaraba en Washington en 1980: "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores. (...) Esta guerra la condujeron los generales, los almirantes, los brigadieres (generales de Aviación)... La guerra fue conducida por la Junta Militar de mi país a través de los Estados Mayores de cada Fuerza."

Con ello, las teorías exculpatorias del "exceso individual" y del "descontrol en los niveles inferiores del mando" quedaban absolutamente desmentidas por esta decisiva confesión: lo que se hizo no fue fruto de acciones incontroladas: lo hicieron ellos, y lo hicieron con minuciosa fidelidad a la doctrina y a las órdenes escritas recibidas de su respectivo Estado Mayor.

El mismo Jorge Videla, jefe que fue de la Primera Junta MiIitar, tampoco se anduvo por las ramas a la hora de confesar no sólo su actuación sino también su motivación: "No se podía fusilar. La sociedad argentina no lo hubiera soportado", dice. En otras palabras: ante la actuación subversiva, al no poder fusilar masivamente a la luz del día y por vía legal, se optó por la vía ilegal: los miles de fusilamientos fueron sustituidos por miles de secuestros, miles de sesiones de tortura, miles de tiros en la nuca, miles de enterramientos clandestinos y de lanzamientos al mar. "No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo, y el que no lo estuvo se fue”, afirmaba hace pocas semanas, evidente­mente satisfecho de su actuación.

En cuanto a la tortura como método, el mismo Videla nos muestra todavía hoy su firme convicción de que se trata de un instrumento necesario y cotidiano, incluso en tiempo de paz. En este sentido afirmaba recientemente: “Estoy seguro de que en este momento, en alguna comisaría (argentina) se está torturando, porque cuando se quiere llevar adelante una investigación en serio...” Aunque no terminó la frase, el concepto quedó claro e inequívoco: la tortura asumida como práctica común, necesaria –según él- en toda investigación efectuada con seriedad.

Recordemos, por último -aunque ello no agota la serie de frases paradigmáticas- las palabras del  general Ramón Camps, el que fue jefe de la Policía de la provincia de Buenos Aires: "Quien participe en la guerra contra la subversión con voluntad suficiente para ganarla debe chapalear en el barro. Quien chapalea en el barro se ensuciará el calzado, pero no necesariamente se salpicará el alma, que es en definitiva lo que se busca salvar."

Según este conspicuo jefe, aquel inmenso y hediondo océano de "barro" sobre el que ellos actuaron podía pringar las botas, pero permitía salvar el alma, y esto era lo único que contaba. Toda una filosofía castrense; lo que se dice una sólida moral religioso-militar. Pero cuando una sociedad tiene a su Ejército y su Policía a las órdenes de este tipo de jefes, imbuidos de este género de convicciones, esa desgraciada sociedad ya puede echarse a temblar.  El trágico caso argentino  -con su antológica colección de frases, descriptiva de su mortífera acumulación de hechos criminales- nos lo revela con definitiva claridad.  


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