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36 MILLONES DE ARGENTINOS

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 11 de febrero de 2002.


¿Cómo un país de notable nivel cultural y sumamente rico en recursos naturales puede entrar en el año 2002 en situación de quiebra técnica, sin haber sido devastado por ninguna guerra ni haber sido víctima de una generalizada y catastrófica crisis económica mundial?  He aquí el siniestro enigma que prevalece, pese a las mil explicaciones circulantes. Nunca faltan cientos de argumentos inconsistentes para explicar aquellos fenómenos que carecen de una explicación fehaciente.

Agricultura, ganadería, minería, petróleo, recursos pesqueros, gran extensión territorial, una privilegiada variedad de ambientes climáticos, escasa densidad de población, son las potentes y envidiables cartas credenciales de la República Argentina en el ámbito internacional. Pero tiene un serio problema, según nos explicó un argentino: está habitada por argentinos. A raíz de los dramáticos disturbios del pasado día 20 de diciembre, un canal español de televisión entrevistaba a varios ciudadanos de aquel país afincados en España. A la pregunta de quién tenía, a su juicio, la culpa de tan grave desastre, uno de los entrevistados contestó con absoluta serenidad y realismo, en unos términos tan escuetos, exactos y contundentes que hizo prácticamente innecesarias las respuestas de los demás: “La culpa de lo que ocurre en Argentina la tenemos los argentinos”, afirmó.  Así, con un par.  Ni Banco Mundial, ni FMI, ni insolidaridad internacional, ni ninguna otra salida tangencial. A su vez, el gran actor argentino Federico Luppi manifiesta: “Culmina malamente una fantasía, que fue la de una Argentina prepotente, interminable y rica.”

En cierta ocasión, hallándonos en Buenos Aires con un grupo de amigos porteños, uno de ellos preguntó lo siguiente: “¿Se os ha ocurrido pensar lo que sería la economía de este país si estuviera habitado y administrado por japoneses?” Él mismo se respondió: “Un país como Japón, muy escaso de recursos naturales y mínimo en territorio, mantiene unos altísimos niveles de renta y bienestar. Si este país nuestro, con nuestro territorio, clima, extensión y ubicación geográfica, estuviera poblado por 36 millones de japoneses, suecos o canadienses, sus parámetros de desarrollo, calidad de vida, producción y renta per cápita lo situarían sistemáticamente entre los más aventajados puestos de la economía mundial. Pero el hecho es que está poblado por 36 millones de argentinos, y así nos ocurre lo que nos ocurre, para bien y para mal.” Y concluyó: “Poblado por japoneses o canadienses, este país no sería la Argentina: sería otra cosa que yo no quiero para mí. Pero ello no me impide constatar que esa ‘otra cosa’, al estar bien administrada, tendría un nivel económico espectacular.” Lúcida constatación, totalmente compatible con el deseo de seguir siendo argentino y no canadiense ni japonés.

En estas últimas semanas, ante las dramáticas noticias de Argentina –hambre, desempleo, desesperación y 29 muertos-, aquella comparación, odiosa o no, golpea nuestra memoria con especial intensidad.

Como interpretación de este lamentable fenómeno –tan irritante y desalentador para quienes conocemos y queremos a la Argentina- cabría formular prima facie, en el plano teórico, dos distintas explicaciones. La primera, tan implacable como reduccionista –si tuviéramos que aceptar el diagnóstico de los argentinos anteriormente citados-, sería de este corte: los economistas argentinos serían malos economistas, los políticos argentinos serían corruptos y calamitosos, los banqueros serían desastrosos, los militares serían unos militares patéticos, los empresarios, los administradores, los gerentes, los profesores universitarios, los maestros de escuela, los obispos, todos oscilarían entre la mediocridad y la más escandalosa nulidad. Así, con este material humano y social, no resultaría extraño que incluso el país más rico en recursos que quepa imaginar tuviera que arrastrar sus traumas y sus carencias a lo largo de las décadas, en un espectáculo que oscilaría entre la comedia y la más dolorosa tragedia.

La segunda versión sería de este otro tipo: algunos econo­mistas argentinos son excelentes economistas, algunos políticos argentinos son honrados e inteligentes, algunos banqueros son sumamente competentes, algunos militares son ejemplares profesionales, etc. Pero, por desgracia, la política y la economía argentinas no están nunca en manos de esos argentinos honestos y altamente cualificados, sino en manos de otros argentinos muy concretos, o bien penosamente ineptos o bien fervorosos partidarios de la economía ultraliberal, de las formas más hábiles y directas de enriquecimiento personal, de las privatizaciones salvajes, de la fuga de capitales falsamente contabilizados como deuda externa, mediante ingeniosos alardes de ingeniería financiera que permiten incorporar a esa deuda el resultado de pingües operaciones de lucro empresarial o personal, etcétera. En una palabra: el país tendría excelentes políticos y técnicos, pero nunca serían ellos los que ejercen el poder y la administración, sino otros políticos y administradores incompetentes y dirigentes sin escrúpulos que –encaramados por vía golpista o por vía electoral- protagonizan o permiten, entre otros desastres, la acumulación imparable de una deuda impagable, que no les importa demasiado, pues mientras el país se endeuda y se destroza, ellos se enriquecen o permanecen en el poder.

Digamos que esta segunda versión –la menos negra- nos parece más próxima a la realidad que la primera. Pero obsérvese que tampoco es una versión tranquilizadora, pues, en definitiva, es la propia sociedad argentina la que, por unos u otros mecanismos y a través de unos u otros estamentos, coloca en el poder a esos grupos dirigentes, sea a través de las armas o de las urnas. Esta es la inmensa desgracia: que, con una u otra versión, el poder en aquel gran país tenga que oscilar entre las manos –sin urnas y con picana- de sujetos como Videla, Massera y compañía, y las manos –con urnas pero con abismal corrupción e incompetencia- de políticos como Carlos Menem o Fernando de la Rúa (designado este último, en el cáustico lenguaje porteño, como “el prescindente Frenando de la Duda”, concentrando en una misma persona, en grado agudo, las características de prescindir, frenar y dudar).

Conocemos personalmente –y queremos entrañablemente- a admirables abogados argentinos, a insobornables fiscales argentinos, a eficaces ingenieros, a infatigables defensores de los derechos humanos, a grandes periodistas y a magníficos escritores de aquella tierra. Incluso –por inaudito que pueda parecer- a intachables militares también argentinos, de hondas convicciones democráticas, que abominan de la represión ejercida por sus colegas de las Juntas. Reconocemos, por otra parte, que la situación actual es muy compleja, y que importantes factores exógenos han contribuido a su gestación. Pero también nos consta que la sociedad argentina padece aún de muchos malos hábitos políticos y económicos, de una muy insuficiente recaudación fiscal, de muchas nocivas inercias, de mucha mala práctica -todavía- en materia de gestión económica, administración, derechos humanos, cultura policial y función pública en general.

¿Qué resulta más acertado a estas alturas, decir que la Argentina no se merece los malos dirigentes que tiene, o decir, por el contrario, que la Argentina –como la mayoría de los países- tiene precisamente a los dirigentes que se merece? Cualquiera de estas dos afirmaciones contradictorias, en caso de ser cierta, reflejaría una realidad indeseable para aquel país. Pero la primera nos parece menos indeseable, más esperanzadora y algo más verdadera que la segunda.

Afirmémonos, pues, en la esperanza de que la sociedad argentina podría y debería tener –y podrá tener en el futuro- unos dirigentes honrados, austeros, lúcidos y altamente competentes, capaces de sobreponerse a los viejos y nuevos intereses oligárquicos; unos empresarios y unos técnicos capaces de proyectar y ponerse a producir unos bienes y servicios de adecuada altura tecnológica y fuerte nivel competitivo en el mercado nacional y mundial; y una sociedad, en su conjunto, capaz de ir limpiando el país del mucho lastre que todavía lo tara en materia de democracia, derechos humanos y comportamientos económicos, especialmente en cuanto a subdesarrollo fiscal, administrativo y distributivo.

Recordemos, como españoles, que en su día fue la Argentina quien nos ayudó, acogiendo a nuestros emigrantes y paliando el hambre de nuestra posguerra. En consecuencia, hoy se merece nuestra ayuda. Ayudémosla, pues, a salir de este trance y a crear una sociedad impulsada por unos dirigentes capaces de avanzar hacia una más justa distribución de la riqueza, fortalecer las economías públicas y privadas, y situar progresivamente a la República Argentina en los altos niveles que le corresponden en cuanto a democracia, estabilidad política, renta, bienestar y desarrollo general.

Ello tendrá que significar, probablemente, la liquidación de toda una clase política, habituada a desenvolverse entre la corrupción y la ineptitud. Una vieja clase de políticos argentinos tendrá que ceder paso a una nueva generación bien preparada, aunque relativamente inexperta, pero libre de las taras heredadas de décadas atrás. Visto lo que da de sí la clase dirigente “experta”, que llegue cuanto antes la inexperta, y que asuma plenamente sus responsabilidades, con todo su bagaje de ilusión, preparación técnica,  honradez y austeridad.


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