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EL BUQUE ESCUELA DEL HORROR

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 26 de mayo de 2007.


La verdad –siniestra, y tantas veces trágica- se abre paso una vez más. Durante décadas, la Armada de Chile negó toda implicación de su buque-escuela Esmeralda en los crímenes y torturas de la represión pinochetista. Pero los testimonios se siguen acumulando sobre dicho buque como escenario de atrocidades, que van saliendo a la luz por vía policial y judicial. Ahora es la señora Patricia Gallardo Callahan, entonces esposa del que fue oficial de la Armada Ricardo Monje Mohr, la que, después de haber sido contactada por el Programa de Derechos Humanos del ministerio del Interior, ha prestado declaración ante la Brigada de Dere­chos Humanos de la Policía de Investigaciones. Las terribles confidencias que le hizo su marido sobre lo que estaba ocurriendo a bordo del Esmeralda en aquellos días y semanas posteriores al golpe de septiembre de 1973 se convirtieron para ella en una pesadilla que la ha martirizado desde entonces. “Mi marido”, dice, “no tendría que haberme dado información de esa naturaleza. Yo no estaba preparada para una cosa así. No fui a la Escuela Naval, no era su igual ni su compañera de armas, sino su esposa. Hasta ahora ha sido un cargo de conciencia terrible.” “Después de muchos años puedo gritar la verdad y hacerla pública. Y me he sentido cobarde por no hacerlo antes”, confiesa aliviada tras su declaración.

El Esmeralda, hasta el día 10 de septiembre de 1973, pudo ser considerado como una embajada itinerante de la República de Chile, que recorría el mundo dando una honorable imagen de los hombres y las instituciones de aquel entrañable país. Pero llegó el infausto 11 de septiembre de aquel año, y, ya al anochecer de aquella trágica fecha, fueron conducidos al buque, atracado en el puerto de Valparaíso, un nutrido grupo de hombres y mujeres, arrestados en las primeras horas del golpe militar. Entre ellos se hallaba el abogado Luis Vega, letrado del ministerio del Interior.

En su declaración jurada sobre los hechos vividos desde aquel momento y en los nueve días siguientes, el abogado Vega pormenorizó los atropellos y tratos inhumanos que desde aquel momento hubieron de sufrir a manos de los oficiales y alumnos guardiamarinas de la tripulación. “En cierto momento, las víctimas maltratadas superaban el centenar, entre hombres y mujeres. El trato dado por estos marinos a las mujeres era ultrajante”, precisa el declarante. Hasta el 10 de septiembre –dice- aquel navío había sido, para él y para diez millones de chilenos, la ‘Dama Blanca’, el ‘Orgullo Nacional’. “Representaba a la democracia chilena, la hombría, la caballerosidad de los oficiales y marinos chilenos.” Pero aquellos hechos ignominiosos lo convirtieron –afirma el abogado declarante- en una “Cámara de Torturas y Azotes, cárcel flotante del horror, la muerte y el terror para chilenos y chilenas.”

Otro notable caso, aun más trágico, fue el del sacerdote católico chileno-británico Miguel R. Woodward, profesor de la Universidad de Valparaíso. Detenido por una patrulla naval el 16 de septiembre, fue conducido al Esmeralda, donde fue sometido a terribles torturas. Ya en estado agónico, y por indicación de un médico de la Armada, fue enviado el 22 de septiembre al Hospital Naval de Valparaíso, donde falleció, víctima del irreparable estado físico que padecía. Aunque la Iglesia Católica reclamó su cuerpo, nunca le fue entregado. Por su parte, el testimonio de María Eliana Comené, estudiante de la Universidad Católica de Valparaíso, que contrajo una gonorrea como resultado de las repetidas violaciones sufridas en dicho buque, y después en la Academia Naval, resulta revelador respecto a los ultrajes y torturas que las mujeres allí recluidas tuvieron que sufrir. A su vez, la declaración del propio alcalde de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, ante la Comisión Interamericana de Dere­chos Humanos resulta espeluznante en la descripción de las torturas que allí recibió.

Este uso ignominioso del buque-escuela quedó reiteradamente denunciado por instituciones tales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (Informe de 24-10-74), Amnistía Internacional (Informe de 22-3-80), el Senado de los Estados Unidos (Resolución 361 de 16-6-86), así como, en el ámbito nacional, por el informe Rettig de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1990). Informes, todos ellos, que demuestran cómo el buque-escuela Esmeralda fue utilizado como centro de detención y tortura en el puerto de Valparaíso en aquellas trágicas fechas de 1973.

Durante tres décadas las autoridades navales chilenas negaron cínicamente todo reconocimiento público sobre los excesos cometidos a bordo de un navío tan representativo del Estado de Chile y de sus Fuerzas Armadas. Y en un caso concreto tan destacado como el del padre Woodward, se negó expresamente que este sacerdote hubiera muerto como consecuencia de las torturas sufridas a bordo del buque. No obstante, en sus respectivos testimonios individuales, dos altos oficiales, Guillermo Aldoney y Carlos Fanta, reconocieron ya en 1990, ante la comisión Rettig, que la muerte del citado eclesiástico fue motivada por las torturas sufridas a bordo del buque-escuela, aunque su muerte se produjo después en el Hospital Naval.

Sin embargo el reconocimiento institucional iba a tardar mucho más en llegar. Ya en 2004, ante las abrumadoras evidencias acumuladas por la nueva Comisión Valech, la Armada hubo de reconocer que se cometieron actos de tortura y otras aberraciones a bordo del Esmeralda. Por último, en septiembre de 2006, la Armada hizo entrega oficial a la jueza María Eliana Quezada de la bitácora del buque-escuela, donde, en contra de lo negado por tanto tiempo, aparecía registrado el ingreso del padre Woodward  y de otras víctimas de aquella criminal represión.

Nuevamente la verdad se abre paso, aunque con desesperante lentitud. Ahora es la esposa de un antiguo represor la que aporta nuevas precisiones al esclarecimiento de unos horrores perpetrados, según proclamaban sus autores –nunca lo olvidemos-, ‘en defensa de la civilización cristiana y occidental’.


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